La irremplazable voz en el desierto erra una vez más. Se impregna con el aire, pernocta con el polvo en las noches. Pregunta la voz desconsolada por nosotros; pero nosotros, sordos, ciegos, no queremos ver ni oírle nada. La voz encadenada a su estigma, llora de amargura. Cuánta soledad brilla con el aire, cuánta pena se remueve con el polvo. Busca una morada en cada cosa, en cada onda, en cada uno de nosotros y nada. Inmenso, vaga triste su ser, en el cuerpo de un hombre viejo y cansado de buscarnos. ¡Cómo huirle cada vez que nos habla en el más antiguo silencio! Vamos, acerquémonos a ver el mar, la noche, el desierto donde mora la desnuda voz encadenada; procurémosle un manto de alegría. Ya cae la tarde. Ya no quedan siglos sino pasos para oírle una vez más.
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